martes, 25 de febrero de 2014

La paz en el punto final



                Cada vez que escribo, teñido por la violencia de la emoción momentánea, mis textos no son otra cosa que una canalización de ese sentir y pesar, un intento de orden en ese caos que llamamos la mente. Pero quizás lo más deseado en medio de este prosaico y aciago momento es la paz en el punto final. La escritura aún se cuenta entre las artes, o al menos es un procreador indiscutido en buena parte de ellas, por lo que esto recurre en toda manifestación artística: la última corchea, la cincelada final, la escena de cierre.

                Obedece ya a la filosofía moderna que se deshizo de intermediaciones de pretensión realista la idea del intento de cosmos frente al sinsentido absoluto (única  VERDAD con mayúsculas) como forma principal de producir sentido en nuestra existencia. Esto en criollo no es otra cosa la explicación básica de la diversidad, de que una verdad es tal cuando funciona, es decir, cuando expresa ese sentir que nos agobia, a uno en particular y a la sociedad en general, transformándolo en un sentido aprehensible para nuestro intelecto. Se deduce así  que nuestro “corazón” funciona de receptor  pero no de decodificador, por lo que se señala a esa capacidad de explicar esa relación capo-cuore  como inteligencia afectiva. La cuestión es entonces la de dar orden y, por consiguiente, significación a algo que no se expresa en términos necesariamente comprensibles y lograr así una suerte de diccionario base de autoentendimiento, no para erigir máximas ignominiosas  y engañosas que nos alienan, sino para atenernos a un mundo anárquico con ojos de belleza que apacigua y armoniza.

                Como sea,  tecleando en pos de esa paz, acepto en mi caso particular que me separa tiempo, ansiedad y melancolía ese nuevo equilibrio. Entre tanto, más sabe el diablo por viejo que por diablo así que me reservo mis mañas que sostienen un mínimo indispensable de autoconciencia, aquella sin la cual la verdadera nueva conformidad resulta ilusoria, sujeta a ser impostada y, a la larga, destructiva de una auténtica felicidad, al menos como yo la concibo. Por lo pronto dispongo de una bella metáfora que me fue regalada, esas que demuestran que la paz  con uno mismo requiere fundamentalmente del consejo del otro, que la respuesta está en uno siempre y cuando haya afecto alrededor reavivando esa mecha. Reza la imagen en cuestión sobre la cantidad de ruido a nuestro  interior, esa acumulación de sonidos ininteligibles que debemos apaciguar para escuchar lo que ocurre verdaderamente y actuar para sanear ello. Hasta entonces, querido lector, me niego a poner ese punto final catártico

sábado, 22 de febrero de 2014

Hoy


Hoy entendí todo: al fin llegó a mis oídos esa frase cuyo poder desata todos los misterios del universo, habidos y por haber. Aprendí la simpleza del misticismo y el misticismo de la simpleza, todo por la magia de pocas palabras que hicieron las veces de llaves trascendentales. Abrí la ventana, enfrenté al mundo y este me pagó con una sonrisa. Hoy zarparía en aguas tranquilas de rutina, para ver que me aventuraba en este nuevo día.
Hoy debía ser un antes y un después en mi vida: atrás estaban los principios rectores de ayer, atrás estaban los pilares fundacionales de mí  vieja usanza. ¿Qué me deparaba para el resto de la jornada? Precisar era inútil, ya que bien sabía que sería la felicidad pura, en forma humana y accesible. Las piedras no entorpecerían mi paseo por el  mar de concreto, sino que decorarían la anécdota.
Hoy avanzó cautelosamente: primeros imprevistos asomaron sin dilación. De todos modos, la honda no venció a Goliat, y pude sortear estas pueriles trampas sin mucha contorsión. Las posteriores me tomaron por sorpresa, pero, ya en pleno ejercicio, difícilmente iba a permitir que me detuvieran. La tempestad se manifestó, pero aún no me doblegaba.
Hoy tomó otro giro inesperado: mi nuevo dogma de vida encontró, justamente y de la mano de la cotidianeidad  citadina, un vacío legal. No quería detenerme, pero un forzoso freno me dio de bruces contra una dosis de realidad. ¿Por qué el capitán del barco se hunde con su navío?
Hoy  se convirtió en una pesadilla: volqué toda mi esperanza en mi nuevo ser, para derramarla sin mucha resistencia en el gris asfalto diario. Depresión galopante, incertidumbre absoluta, alienación en su máxima expresión. Cometí un nuevo error y eché por la borda otra cosmovisión por ello.
Hoy debí pactar nuevamente: nunca más cometer el error, nunca más idealizar… ese será mi nuevo horizonte. Las nuevas reflexiones resonaron en mi mente, actuando como un exorcismo mágico de mis traicioneras elucubraciones pasadas. Era libre de nuevo.
                Mañana, navegar será distinto, ahora que sé nueva y verdaderamente cómo funciona el mundo. Placeres de tener 20 años…

jueves, 20 de febrero de 2014

No puedo versus no quiero: una contienda interminable



Poder: Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo. 
Querer: Tener voluntad o determinación de ejecutar algo.

Menudo dilema me plantea el título de esta entrada. Sobreabunda y nauseabunda la cantidad de prosa decidida a suprimir la diferencia, en realidad en pos de un mensaje positivo pero que muchas veces encierra intereses mucho más espurios y  lucrativos que lesionan ese nexo que intentan establecer entre ambos. Pero, bien acompaña la RAE, son dos elementos diferentes en constante discordia, que se invierten, se superponen entre sí, se impostan el uno por el otro y confunden de tal manera que optamos por uno o por otro a la hora de explicar el porqué de una conducta que no nos acaba por convencer pero se nos exige una de esas ridículas explicaciones. Hoy, entonces, las diferencias conceptuales, los puntos de encuentro e intentos de explicar cómo convivir en paz con los mismos.

Nótese, primero y principal, como el encabezado parte de la negativa de ambos motus en vez de su versión asertiva. Ocurre que en nuestra vida diaria, cuando el querer y el poder están presentes, no ocasionan angustia alguna, puesto que su combinación es hasta ideal, ya que conjuga el deseo con la capacidad. Dicho eso, abordemos las definiciones. Tan poderoso como el deseo es, sin duda, el no deseo, el rechazo, discernimiento por demás complejo en cualquiera de sus formas. Saber lo que uno quiere para su vida nos afronta en primera medida a la conjugación de una vida interior con una realidad externa que nos exige determinados poderes, desde estudiar, trabajar, el trato respetuoso con el otro. Es debate eterno de las ciencias sociales qué de estas demandas de la sociedad para nosotros es verdaderamente externa y qué es interno. Hay un leve consenso, por lo menos desde la escuela del querido Pierre Bourdieu, de que el proceso que se da es el de la interiorización de elementos que son externos, pero que se sienten prácticamente inmanentes a uno. Siguiendo esta idea, si uno se cría en un armónico ámbito a familiar de convivialidad y cariño, es lógico esperar que dicha persona incorpore como deseo el continuar con la sangre filial como un proyecto de vida propio. No me detengo mucho más en este aspecto porque el deseo posee una violencia interna que nos empuja a la concreción del mismo al que, salvo reconocibles pero particulares excepciones, no merece cuestionar. De la misma manera, la mala experiencia (o la no experiencia) contribuye al indeseo de estas situaciones, esto es, el ni siquiera contemplarla en nuestro horizonte de expectativas.

Y toda esta pulsión descrita, cuando es asumida como deseo, se choca contra la barrera fundamental: la capacidad de llevarlo a cabo. Arremeto por ello contra el mensaje que tiende a igualar uno con otro porque al fin y al cabo la correlación se da cuando uno vive con una serie de comodidades que le permiten acortar esa brecha, todo en torno al universo de la posibilidad acorde a las condiciones en las que uno vive. Pero como nos compete aquí la incapacidad de lograr algo, vemos el primer punto de desencuentro: no quiero, pero puedo. Quizás no  la disyuntiva más común, en la vida se nos aparecen constantemente estas situaciones, las cuales rara vez advertimos en esta calidad. Basta pensar, frente a la corrupción, cuantas oportunidades cotidianas tenemos de inquirir en esos malos hábitos, o, yendo a un plano un poco menos ríspido, el criarse dentro de una familia de abogados y no querer ser uno más (por dar uno entre miles de ejemplos). A lo que voy con ellos es que nuestro poder de afectar al mundo escapa en buena medida a nuestro deseo, por lo menos en un momento inicial en el que descubrimos que no poseemos determinada cualidad para hacer algo ocurrir, objeto de nuestro querer. En cualquier caso, el ejercicio que se nos propone entonces es el de reconocer una habilidad, por más que no sea la que deseamos efectivamente, nos develamos una herramienta que merece mutar en pos de otra aspiración, de conjugar en otros términos para poder acercarnos más a lo deseable.

Ahora, y el verdadero intríngulis: quiero pero no puedo. Pocas angustias se nos presentan en la vida como este desfasaje. Ya de por sí, llegar a la aceptación de dicha incongruencia supone la resignación o lo desesperanza pospuesta pero anunciada. Debo agregar, como culmen ejemplar de este desencuentro que el desamor se manifiesta como una de sus máximas expresiones. Cuando no hallamos frente a situaciones como esta es cuando más se amalgaman hasta la confusión estas dos negaciones. ¿Cómo es que decidimos que algo excede a nuestra capacidad y logramos resignarnos, sabiendo que ir en contra del deseo resulta un golpe al pecho cuya herida no sana con facilidad? Quizás lo más interesante de todo es la ilusión de poder que da el querer. Numerosas veces nos afrontamos ciegamente contra ese muro que nos impide el paso, pero ante la voracidad del deseo, la única opción es tumbarlo, golpe a golpe. Sin lugar a dudas, cada impacto dolerá con inusitada intensidad. Sin embargo, la dolencia acumulada tiene un particular efecto hipnótico: anestesia nuestro sentir, aliviana la sensación sin anular la herida. Ese es, sin discusión alguna, el problema del placebo, que tapa un efecto sin reparar en el causante. Se entiende que el que sale en pos del deseo ve en él su salud; el problema radica en que lo querido pasa para un proceso de idealización (tema ya abordado) que omite estratégicamente para elevar ciertas virtudes que puede que, al ser alcanzado el objeto deseado, no hayan existido nunca ni puedan llegar a hacerlo.  

No puedo dar respuesta certera en este cierre (ya el calificativo del título me delata), aunque si está en mis juicios el cómo limitar un poco el panorama para ahorrar angustias y valorizar futuros desencuentros. Tibiamente tal vez, no me atrevo a negar el “querer es poder” que tanto agredí en la entrada puesto que creo en el optimismo sano, entendido éste como una aceptación de lo desafiante de nuestro paso por el mundo manteniendo aún una actitud de cambio para el bien mayor y conspirando en pos de sí. Habiendo negociado con ello exhibo esa dificultad que presenta este dilema de querer y no poder que no es otra que el conjunto de golpes, el tiempo de sufrimiento y pesar, que puede o no llevar a ese buen puerto. Si usted, querido lector, tomó el navío con el solo propósito del destino ansiado y no puede aceptar el viaje aciago que encalla en tierras desconocidas y, aún peor, no buscadas. En tal caso, o sospeche y aspire a la prosperidad que efectivamente puede encontrar en ese nuevo lugar o simplemente disocie querer de poder y acepte que el segundo puede imponerse al otro. Usted decide.  

viernes, 14 de febrero de 2014

Sobre el día de los enamorados: de cómo dar valor (no comercial) a una fecha rutinizada

Hoy refloto esta reflexión de exactamente hace un año, previa a la gestación de este blog, con curiosa sorpresa de descubrir que hace 12 meses escribía igual (o mejor) que hoy.


Ignoremos por un momento la tan expresada conclusión sobre el valor comercial del día que, lejos de ser falsa, no es ninguna novedad. Corramos la reflexión a la cuestión más central, qué se celebra…
En nuestro país le decimos “día de los enamorados” y, matemáticamente, tratamos de sumar uno más uno. Así ¡ay de nosotros si nos falta un dígito en esa cuenta! Víctimas del sobrevaluado “sentido común”, lo único que hacemos es separar a los que están en pareja de los que no, y establecer en el medio aquellos que lucharán para perder con cualquier resultado por estar de un lado o de otro. Los que “no califican”, le huyen al festejo, abogando la ubicuidad del mercado en nuestras vidas, o bien, en forma más pesimista y a veces tamizada por el catártico humor, los que se ahogan en la supuesta soledad, la de sus inseguridades, las, permítaseme el eufemismo, “razones objetivas” por las que uno termina solo en una fecha paradigmática, siendo esta sinécdoque de su vida. ¿En quiénes nos convertimos? En la famosa presa ideal de aquellos, entre tantos, que lucran con la ilusión de amor, aquellos esbirros de la conclusión que encabeza este texto.                               
La nueva pregunta que surge entonces es muy simple: ¿Quiénes son los enamorados que tienen los 14 de Febrero a su nombre? No, no es cuestión de matemática, señora. Un enamorado es una persona que toda su vida se encargó, consciente o inconscientemente, de formarse de tal o cuál manera, de ser determinada persona, hasta que un día, sin siquiera preverlo, se vio totalmente sacudido en sus supuestos valores por la presencia de otro. En criollo: el que evitó ser un/a boludo/a toda su vida (cada quién entiende por boludo lo quiere ¿no?) hasta que apareció alguien con quién pierde el control de ello.                               
Enamorarse es entonces perder ese miedo a ser un boludo. Volviendo al lenguaje más “técnico”, a ser vulnerable, a querer poner sobre la mesa de una persona especial el sufrimiento propio, sin olvidar el miedo a hacerlo, pero superándolo lo suficiente como para ser débil (suena paradójico, seguro, pero el lenguaje explica en términos de contradicciones para confundirnos, nomás, el muy maldito).
Obviamente es más fácil festejar el amor cuando uno sale victorioso, pero, creo yo, ¿acaso el sufrimiento de no ser correspondido quita el éxtasis que uno sintió cuando lo creía posible? ¿Vale la pena cuantificar a cuentagotas nuestro dolor longevo, cuando, quizá por escasos segundos, suspendimos todas las medidas del universo por otra persona?
Así como el ave se lanza del nido materno airoso y esperanzado para estrolarse con el primer 60 de la mañana, un enamorado se tira a la pileta y se pregunta luego si está vacía o llena. Bien decía Woody Allen: un hombre va y le dice “doctor, mi hermano se cree gallina”, a lo que este pregunta “¿y por qué no lo interna?”, siendo la respuesta “lo haría pero necesito los huevos”. Así son las relaciones, irracionales y sin sentido, continúa la reflexión del maestro, pero las mantenemos porque a la larga necesitamos los huevos. Y, uniendo metáforas ¿no se necesitan huevos para tirarse a la pileta? (Mi prosa abunda en tecnicismos alternados con coloquialismos berretas para generar choque).
Mi perorata no es tanto poética como reflexiva, pero no la de aquellos históricos griegos que definieron las esencias mismas del universo paseando por el ágora sino más bien la de los cinco tipos de barrio que se pidieron un café y explicaron las dos o tres razones por las cuales el mundo es como es. Y quizás describir el amor sin tanta estética es, para muchos, la principal causa de muerte del romance, pero por lo menos yo así entreveo que hoy, obviando todo lo nefasto de un calendario que pauta las ofertas de las vidrieras antes que las reflexiones del día a día.
Sin más preámbulos, levanto mi copa, quizá como consuelo de tontos que tanto traté de detractar a lo largo de mis líneas, por todos nosotros que, solos o acompañados, recordamos, no sin dolor, lo que es estar enamorado y nos permitimos, hoy y siempre, sonreír por ello, sin la necesidad de gastar un peso en chocolates de rutina, alcohol del falso olvido o regalos de baja autoestima. Enamorados somos todos y el qué o el quién, al menos hoy, es lo de menos.

jueves, 13 de febrero de 2014

Sentido común: invóquese con precaución




Sentido: Que incluye o expresa un sentimiento.
Común: Corriente, recibido y admitido de todos o de la mayor parte.
Sentido común: ¿?
 

              No se vende ni se compra. Se reclama a gritos en una discusión familiar, en la vía pública, en un debate político, en cualquier antro, al fin y al cabo. Quién enuncia reclama el peso de lo evidente que no golpea a su interlocutor, enceguecido por quién sabe qué velo ideológico que oscurece una realidad única e indiscutible cuya violencia falla en alertar a unos pocos partidarios de lo inútil, lo improductivo, lo supuestamente dañino. Y, para colmo, término compuesto, remata su significado con lo que abunda, lo habitual, para ser utilizado como lo que debiera ser. Hablo ni más ni menos que del sentido común, pero de una forma prepotente puesto que su elevación a virtud pérdida esconde una serie de trampas a desterrar. He aquí entonces el motivo de ésta entrada.
                Abordemos con menos virulencia el concepto. ¿Qué implicaría, despojado de contenido, el poseer sentido común? La primera palabra hace referencia al mundo sensacional (no, no es maravilloso, señora) al mundo de la sensación pero del sentimiento, es decir, una forma en que percibimos lo intelectual y afectivo. Al hablar en este plano suponemos una percepción casi natural, a flor de piel, que se cuela en lo más profundo de nuestra psiquis determinando la forma en que realizaremos este acto. ¿Qué forma tomará este sentir? Común, básicamente. Dícese, la compartida a un nivel popular, mayoritario, de largo alcance de ese sentir. Hago aquí uno de mis extensos paréntesis para advertir al lector de la diferencia, al menos terminológica, entre común y normal. Mientras que la primera refiere a la repetición ya habituada de lo que describe, el segundo logra elevar esa recurrencia a norma, a algo que debe ser seguido, obedecido, acatado, adoptado, etc. La diferencia es abismal porque, opino yo al menos, lo que se da con cierta frecuencia no puede ser devenido en modelo solo por su asiduidad. Por lo general, en este paso de común a norma (legal, cultural, etc.) suele haber algún juicio consensuado, impuesto, inconscientemente convencionalizado que logra dar ese carácter normativo. Esta distinción es fundamental puesto que, como ocurre sanamente y no tanto, las modélicas definiciones de diccionario son revestidas de matices plurisignificantes en su uso, dando cuenta de la complejidad del fenómeno humano y de cómo el lenguaje es una herramienta sin la cual no podríamos ordenar el confuso mundo pero que no nos antecede y tiene sus límites.
Perdonado mi “filosofar fuera del tarro”, la diferenciación de común y normal reviste importancia a los propósitos de nuestra reflexión en la medida que este cruce de términos en su habla cotidiana generaron que en realidad nos refiramos con la frase “sentido común” a lo que sería un “sentido de la normalidad”. Poéticamente poco atractiva para los parámetros modernos de mercadotecnia, este sentido evidenciado de sus intereses remarca que quien lo detenta percibe ahora una fuerza ordenadora de carácter más moral y reclamar por ésta supone la carestía de esos parámetros de vida por parte del otro. Nos encontramos entonces frente a una proclama más polémica, o al menos que merece algún recaudo, porque nos hallamos en la situación de reclamar una imitación de nuestra conducta o de alguna otra ejemplar con la certeza de que poseemos una indiscutida solución.
Existe además una acepción menos controversial del sentido común convertido en normal que se asociado al pragmatismo. Esto no es otra cosa que la capacidad de dar solución a un problema. A veces, en concordancia con la definición del párrafo anterior, si acusamos a alguien de falto de este sentido, más que reclamar la competencia en dar respuesta, requerimos LA respuesta, por lo que caemos en lo auto-normalista. Éste es, pretender del otro las mismas aptitudes que uno obviando las posibles diferencias que pueden llevar o no al otro a tenerlas. Eso llevado a lo más cotidiano como desconocer alguna receta culinaria o a lo político como no considerar determinada etapa de la historia como oscura o victoriosa, no es otra cosa que un intento de replicar en el otro la propia lógica de pensamiento. No estoy diciendo con esto que uno no deba hacerlo bajo ninguna circunstancia (¡enséñele la receta del pollo al horno con papas a su marido, señora!) solo reclamo el primer elemento que creo que uno debe tener presente antes de reclamar por el sentido común: la paciencia.
Entonces, revisemos nuevamente el concepto central. Alguna vez replique una frase cautivante atribuida al torturador de estudiantes de semiótica Charles Sanders Peirce, aquella que sentenciaba: “uno piensa para luego no pensar”. El sentido común funciona de esa manera: un repertorio de convenciones que nos ahorran algunos pensamientos. No es uno solo, sino varios y en definitiva nos permiten actuar más ejecutivamente en momentos que por lo general lo requiere. Estos sentidos comunes encuentran además replica en medios masivos de comunicación, que retratan estereotipos, modelos, elementos por los cuales se cree tener un consenso básico. He aquí el dilema, creemos hallarnos frente a verdades unívocas cuando en realidad lo que nos aviene son acuerdos sostenidos por el tiempo, la recurrencia y a veces hasta la persuasión. Lo que obtura el sentido común y es al fin y al cabo una de las herramientas más poderosas, creo yo, para poseer la autoría de nuestro bienestar. Estoy hablando de nuestra capacidad crítica, de establecer ese recaudo frente a los miles de “no pensar” que nos ofrece la cotidianeidad.
Cerraré esta reflexión entonces elevando lo que opino debiera ser central en nuestros sentido común. Éste debe ser crítico, y con esto digo evaluador, paciente, que repare en la ocurrencia, que entienda que lo que uno no comparte con quien esta interactuando puede resultar una diferencia mucho más profunda y rica que la postura que hasta el momento creía única. Nunca aduzca inmediatamente que el otro debe pensar como uno. No invito al cuestionamiento de las bases por las que uno vive, sino a la reevaluación de ese recorrido, quizás hasta para afirmarlo. El sentido común en efecto son sentidos comunes, que se manejan por varios, y por eso términos harto repetidos como frases hechas merecen una repregunta, el recordar que porque este en boca de muchos no es ni necesariamente bueno para uno o cierto. Revisémoslos, notemos que seguro hay más de uno que va en contra de nuestro estilo de vida, nuestro entorno, suficiente prueba para tachar su indiscutible evidencia. La próxima vez que crea que algo es digno de sentido común, tómese el tiempo y revise, siempre hay un porqué.